En alguna ocasión ya remota he hablado en el periódico de este vergonzante antepasado nuestro. Retrocedamos ahora un millón de años y vayamos a su encuentro en la selva tropical africana. Imaginemos a un simio que, desde una rama, avista un árbol cargado de fruta. Tiene hambre, pero su instinto le exige emitir un grito codificado para comunicar el feliz hallazgo al grupo y repartir el alimento entre todos. En la naturaleza, la especie prevalece sobre el individuo. El animal va a gritar, pero, sea por un error imprevisto o por el cruce simultáneo de alguna sensación inesperada, emite un sonido distinto: la alarma que avisa de un peligro inminente. Se ha equivocado, pero observa cómo sus compañeros huyen despavoridos, lo dejan solo frente al árbol y le permiten darse un festín espléndido sin prisas ni competencias molestas. En adelante, el mono aprende a emitir el grito de alarma cuando no quiere compartir el alimento. Por primera vez, un animal ha logrado mentir y, con ello, según algunos lingüistas, ha comenzado la historia del lenguaje humano. Al fin y al cabo, una palabra no es más que un sonido ligado a una intención comunicativa.

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Soy filólogo y profesor jubilado de Secundaria. Ejercí muchos años en el «Cristóbal de Monroy». Participé en la reunión fundacional de La Voz de Alcalá y colaboro en este periódico desde 2006....