De pequeños conocimos aquel diálogo emocionante que mantuvieron el Lobo y Caperucita en un bosque y desde entonces admitimos que los lobos hablan, los burros vuelan o, como dice esa vieja canción de contar mentiras, «por el mar corre la liebre, por el monte la sardina». El lenguaje no pone límites a la invención ni a la fantasía, permite decir y pensar cualquier cosa. Esta formidable propiedad de la palabra, libre de las convenciones que imponen la lógica y la previsible realidad (dos y dos son cuatro, la liebre corre por el monte), es lo que posibilita la ficción. Desde un cierto punto de vista, la ficción es una mentira pactada. Sabe el lector de una novela o el espectador del teatro o el cine que por un tiempo va a abandonar los límites de lo verídico, o incluso de lo verosímil, y se va a adentrar en otros mundos, quizás en otros tiempos remotos, tal vez improbables, vagos o imprecisos. Abrimos La metamorfosis de Kafka y aceptamos sin más su escalofriante inicio: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto». Dentro de la ficción esto es verdad, tiene pleno sentido. Así lo hemos acordado con el narrador y no se nos ocurre comentarle al vecino en la escalera: «Oye, ¿sabes que un tal Gregorio se ha convertido en una especie de cucaracha mientras dormía?».

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Soy filólogo y profesor jubilado de Secundaria. Ejercí muchos años en el «Cristóbal de Monroy». Participé en la reunión fundacional de La Voz de Alcalá y colaboro en este periódico desde 2006....