No creo sobrepasar los límites del pudor si reconozco el miedo con el que vivo el desenlace de la guerra de Ucrania. Y no solo porque, cumple confesar aquí, me tenga por un auténtico integrista del pesimismo. Es la sola posibilidad, por mínima que sea de que acabe siendo la antesala de una tercera guerra mundial lo que acongoja y espanta frente a un futuro próximo que, únicamente, parece reducirse a vivir con miedo. Y es así no solo porque Vladimir Putin amenaza con movilizar sus «fuerzas de disuasión» -es decir, sus armas nucleares- y retumban de nuevo los tambores de la guerra fría, la doctrina del «equilibrio del terror» y el principio de destrucción mutua asegurada; es, fundamentalmente, porque tampoco hay alivio en un pasado más lejano. Desde el principio mismo de la humanidad las armas atraen al hombre, al mismo tiempo que la civilización se confunde con barbarie.

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