Con el curso ya empezado, aterrizó Paco Arroyo en el Cristóbal de Monroy para cubrir una baja como profesor de Lengua y Literatura. Era octubre de 1975, «la lucecita de El Pardo» se iba amorteciendo, cuando aún retumbaba el ruido de las balas que acabaron con la vida de cinco jóvenes un sábado del mes de septiembre como sangre que procura cubrir de noche oscura la luz de un país que quiere vivir y a vivir empieza. Irremediablemente, empero, lo viejo se desmoronaba frente a la hermosa juventud de un mundo nuevo.En aquel tiempo de transiciones, frenesí y aventura coincidían en un clima –conviene no olvidarlo– de auténtica violencia entre quienes defendían la alegría como una trinchera, la posibilidad siquiera de que el país pudiera ir a mejor, y quienes prietas las filas permanecían fieles a la España gris, uniforme y moralizante del franquismo sin Franco. Luego, la tarea política más urgente para muchos no era aprender la libertad, era des-aprender la dictadura.

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