Sin que el calor sea aún agobiante, paseando por las riberas del Guadaíra, ese río en el que dicen que se podían bañar los niños en verano (habrá que grabar esos testimonios porque puede pasar como los divisionarios azules o los niños de la guerra, ambos en Rusia, que ya no queden), nos encontramos El Realaje. El molino harinero está de dulce. Recién pintado, sin mácula, virginal de los vándalos, pareciera un merengue recién salido del horno de San Joaquín o de La Centenaria, por aquello de practicar la ecuanimidad en las preferencias y no enemistarme con ninguna de esas confiterías patrimonios del paladar. El Realaje es la belleza máxima con la mínima complicación. Una preciosidad de castillo fabril en miniatura, con sus almenas y sus murallas, hecho con el mismo cariño y esmero que si lo hubiera construido un niño a la orilla de la playa con sus manos y la arena del mar. La gran ventaja es que aquí las olas no llegan pero sí las corrientes que dieron sentido a su molienda. Ahora el Realaje está cerrado y cuidado. Como Dios manda y el sentido común ordena. Pero antes se podía entrar y contemplar su arquitectura interior e incluso subir a su azotea y ver el Castillo en todo su esplendor. Sus almenitas me recuerdan a las de El Palomar, la casa jardín escondida donde la calle San José hace su curva. Diáfano y sobrio sería, si hubiera voluntad cultural que cotiza más que los dineros, un museo de la harina y el pan espectacular. Pero tampoco hay que ser tan ambicioso. Hace nada de tiempo daba pena verlo, pintarrajeado, lleno de basura y lupanar de la escoria juvenil que disfruta destruyendo. Hoy, tan blanquito y tan coqueto, el Realaje sí que es el guardián y defensa de nuestro Guadaíra. Ojalá que por mucho tiempo.

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Periodista del diario ABC desde 1989. Alumno becado por el Foreign Office en Londres, fue profesor de Opinión Pública en el Instituto Europeo de Estudios Superiores de Madrid