Se llamaba Canela y era mansa y libre. Su guarida era un parque donde cazaba a los pequeños roedores que pululan en el corazón de las ciudades. Algunos humanos le acercaban de vez en cuando un platillo con agua y algo de comida y con eso vivía feliz. Ayer noche le destrozaron el cráneo. A su lado, habían sobrevivido dos gatitos tan menudos que cabían en una sola mano. Maullaban desesperados y deshidratados con los ojos recién abiertos, testigos mudos de un crimen que no podrían delatar.
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