Sí, lo estamos. Y también famélicos, ávidos de aquella democracia real y representativa que tuvo su origen en Grecia, perfeccionada en los tiempos modernos, en la que el pueblo soberano elegía a sus representantes. Y después ¿qué? me pregunto. ¿Es acaso la nuestra tal democracia? ¡No! Ha degenerado en una partidocracia -ya me expresé así en otra ocasión- en la que el pueblo solo vota, la mayoría de las veces engañado o prostituido por los llamados a gobernarlo. En ella los autodenominados políticos sólo tienen un fin: su medrar personal. Y como medio para ello a los ciudadanos.

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