Las ciudades laten, respiran, enferman, se emocionan o deprimen, incluso agonizan. La nuestra conjuga los mismos verbos que todas las ciudades de su tamaño, configuración sociológica o económica. Hemos visto a Alcalá crecer, vegetar, ver espejismos, celebrar y perder la esperanza.
Los barrios son una parte esencial de la fuerza y de la vida de una ciudad. En el caso de Alcalá, gran parte del crecimiento demográfico que rejuveneció la vida y la economía del pueblo se asentó en los barrios, en un principio periféricos de un reducido centro urbano bastante endogámico y homogéneo, y más tarde devorados por el crecimiento atolondrado de la ciudad.
Esto nos inyectó juventud y vida al tiempo que hacía crecer una poderosa desafección hacia la vida ciudadana de una parte importante de sus habitantes.
Tenemos barrios viejos, San Agustín, Los Toreros, Pablo VI, donde los jóvenes que los habitaron y llenaron de niños y vida se van muriendo o arrastrando la jubilación por los bares o plazas donde hace décadas reinaban poderosos. Casitas modestas que se han llenado de azulejos y «obritas» hasta convertir 50 m2 en un «palacio» de 63. El Campo de las Beatas y el Batán (el «Arbatán») siempre fueron más ácratas y libres, posiblemente por vivir asomados al campo. La propiedad horizontal les dio vida a las calles y plazas de una manera distinta a los barrios de pisos. Suenan, huelen, sienten diferente.
Las barriadas de «pisos» nacieron con una vocación más industrial, más fabril, más divorciada del resto de la ciudad. El bloque como unidad de «convivencia», el ojo patio como altavoz de la pobreza digna que le reventaba las costuras a pisos diminutos donde no cabía la vida. El bar en los bajos como foro y altavoz. Barrios asfixiados de cemento y asfalto, asomados a descampados o a carreteras, aplastados de paro y precariedad.
Varias generaciones más tarde de aquellos aluviones demográficos, la ciudad sigue sociológicamente descoyuntada.

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Licenciado en Filología Inglesa. Profesor en el I.E.S. Albero.