Quioscos cercanos a Lomonósov. Archivo Sandra Dugan

Al taxista bastó decirle Lomonósov para dirigirme allí sin duda alguna. Ya en la puerta de la universidad, el bedel de uniforme gris que me atendió solo hablaba ruso. Yo le hablé en español y nada impidió que me dejara ante la puerta de la biblioteca y, con una sonrisa, se despidiera. Abrí la puerta y entré. Afortunadamente no había nadie. Eran tres habitaciones cuadradas unidas por dos huecos adintelados. Doce paredes repletas de libros desde el suelo al techo, sin ventanas. Un escritorio en un rincón de cada habitación con sus lámparas de mesa y escribanía. La luz del techo era muy endeble. Para trabajar con los libros de las estanterías iba a necesitar una linterna.

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