En el tardofranquismo, Alcalá era una ciudad próspera. El pan y los almacenes generaban riqueza. Sin embargo, las diferencias entre la barriada de San Miguel y el resto del pueblo eran abismales. Nadie miraba hacia el arrabal, salvo para prejuiciar a «los castilleros», como llamaban a los habitantes del barrio, cuando abajo se producía algún acto delictivo. «Aquello era el cuarto trastero, donde iba todo lo que la gente no quería ver», relata Luis Martín Valverde, que recién ordenado como sacerdote en 1971, llegó a Alcalá como profesor salesiano y rápidamente descubrió que su misión estaba en el Castillo, «un barrio con más necesidades».

Del Castillo a las Tres Mil: una vida entregada a la cohesión social
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