Restaurar una obra antigua es una responsabilidad. No solo importa el resultado final, también el emocional. El valor, más allá de la popularidad del artista, reside en el vínculo que tenga la pieza con su propietario. A veces es una reliquia familiar o la imagen de una virgen de una hermandad, cuyos devotos invierten su propio dinero para arreglar los desperfectos. Otras, los dueños depositan sus esperanzas económicas en verificar la autoría para venderla. En muchos casos es el propio museo quien se encarga de que su estado de conservación sea óptimo.
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