En política no hay gestos gratuitos. El político es consciente de ello y deliberadamente exagera algún movimiento corporal que sabe más expresivo e impactante, según su fuerza dramática, tanto para el rival como para su electorado.

Qué pretendía la mueca que Rivera le regaló a Iglesias durante la pasada moción de censura sino ridiculizar las lágrimas que éste derramó al recordar los privilegios jurídicos y económicos del torturador Antonio González Pacheco. Ya lo había vaticinado León Felipe en su exilio definitivo y mexicano: «Vendrán hombres sin lágrimas»… Y llegaron, como el demonio de la acedia.

Porque aun asumiendo el riesgo de la vieja fórmula y las de Iglesias fueran lágrimas de cocodrilo, lo que contó durante su actuación merece nuestra lealtad sin fisura y, sin duda, la de todo biennacido. Va siendo hora que, de una vez, las lágrimas en la memoria de este país tengan consuelo y acaso sirvan también como la espada que ponga al descubierto la verdad del olvido, ya sea de la represión policial del tardofranquismo y los primeros años de la (in)transición democrática…; y, en suma, de toda prueba o resquicio de que se murió Franco y no el franquismo.

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