La heroína fue la cruz de navaja de mi generación.

Se ha llegado a decir que fue la guerra de la generación del baby boom: entre 31 000 y 41 000 muertos desde los primeros ochenta hasta mediados los noventa. Afectó a todas las clases sociales, pero hizo estragos —una vez desplazó al alcohol como principal fuente para ponerse «ciego»— entre los jóvenes de 15 y 30 años de la periferia de las grandes ciudades; aunque el consumo de jaco distinguía también al consumidor de otros del barrio, porque las drogas todavía se identificaban con las vanguardias y la potencia del chute conllevaba un plus de virilidad que otras sustancias no tenían.

Se ha llegado a decir que fue la guerra de la generación del baby boom. Afectó a todas las clases sociales, pero hizo estragos entre los jóvenes de 15 a 30 años de la periferia de las grandes ciudades.

Fuera como fuese, el caballo fue una fuente de placer, al mismo tiempo que un acelerado proceso de demolición. Precisamente, por la felicidad que las drogas aportan lo más sensato sería asumir que su consumo no desaparecerá nunca; e incluso su legalización como mejor fórmula que la cárcel para combatir el narcotráfico. Porque es un imperativo moral que los jóvenes no mueran ni envejezcan prematuramente, tanto como recordar a nuestros «santos mártires yonquis».

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