Tengo 53 años. Pertenezco a una generación de andaluces que creció acomplejada. Habíamos nacido en una de las regiones más pobres de uno de los países más pobres de Europa occidental. Los últimos en alcanzar la democracia. Crecimos entre los restos del franquismo, la ilusión por el futuro y las dificultades económicas debidas a nuestras carencias y agravadas por las crisis mundiales que ejercieron, en el ámbito internacional, de anfitriones despiadados de nuestros primeros gobiernos democráticos. Nuestros padres tenían poco que ofrecernos, pero con su ejemplo aprendimos el valor del trabajo y la honestidad.

Nuestro modelo eran Europa, de la que solo formábamos parte geográficamente, y los EE.UU. Un mundo opulento y feliz, de libertad y justicia, que conocíamos a través del cine y de los emigrantes que volvían a casa orgullosos en sus Mercedes de segunda mano. No sería fácil parecernos a ellos algún día, pero había razones para la esperanza. Dentro de España, durante la dictadura —y tal vez con su ayuda—, Cataluña había sabido prosperar y acercarse a Europa. De hecho, acogió a muchos andaluces que escaparon por esa rendija de nuestra maldición particular. Con los años, tuvimos en esa región de España un referente cercano, un pueblo al que imitar.

Pero ¿podríamos los andaluces alcanzar la prosperidad de esas gentes laboriosas y pulcras? ¿Existiría, sin que lo supiésemos, grabado en nuestros genes o nuestra historia, un destino ominoso al que nuestro pueblo estaba condenado? Construir esa sociedad en cinemascope de gente alta y rubia, rica y feliz, que conducía descapotables y vivía en casas con jardín, acaso fuese un objetivo inalcanzable para nosotros. Pero no. La humilde lección de nuestros padres funcionó. Al final, con esfuerzo, conseguimos buena parte de lo que perseguíamos. La genética, tozuda, nos privó de ser rubios y el sol inclemente del placer de ir al trabajo en descapotable. Pero hoy vivimos en una sociedad próspera y razonablemente educada.

Sin embargo, muchos de los que nos sirvieron de ejemplo se empeñan ahora en menospreciar sus logros, que también son ya los nuestros. En la misma televisión que alentó nuestra huida de la pobreza y la incultura, impugnan de forma global nuestro modelo económico por sus imperfecciones, ignorando que nos ha proporcionado las cotas de bienestar más altas de nuestra historia. Utilizan la debilidad de los gobiernos democráticos en el mundo globalizado como argumento para atacar a la democracia misma, o aspiran a sustituir la legitimidad de los Estados nacidos en la Edad Moderna por la irracionalidad de los nacionalismos románticos del siglo XIX. Al amparo de la seguridad que les proporcionó la democracia liberal de la posguerra europea, pretenden destruirla para volver a lo más siniestro de nuestro pasado decimonónico.

Cuando veo al presidente que han elegido los norteamericanos, el resurgir del fascismo en Europa o el afán autodestructivo de algunos políticos catalanes, me doy cuenta de que ninguna fuerza sobrehumana condenó de antemano a nuestro pueblo. Por nuestras venas no corre un gen maldito. Solo fuimos víctimas de nuestros errores colectivos, que ahora se empeñan en reproducir aquellos a quienes envidiábamos. No culpemos al destino de nuestra desdicha. Los únicos culpables, por lo general, somos nosotros.

Rafael Ojeda Rivero. Doctor en Medicina. Especialista en Anestesiología y Reanimación, que ha ejercido en el hospital Virgen del Rocío desde enero de 1990. Ha sido vicepresidente del Comité de Ética...

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