Su cabeza calva y su rostro huesudo le conferían el aspecto de un tótem, como si fuese el dios de un culto remoto, un dios taciturno y cansado, un dios sin poderes. Relataba fragmentos de su vida inclemente con entusiasmo y distancia, sin autocompasión ni resentimiento, con la neutralidad que exhibiría un reportero de guerra. En sus hermosos ojos azules no había tristeza, sino una luz tenue, como de atardecer, que sugería cierta lucidez desengañada, la única posible. Se sentaba en silencio en el patio de casa, en su silla de enea, y se quedaba allí inmóvil durante horas, a miles de años del presente, como un viejo dinosaurio al sol.

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Rafael Ojeda Rivero. Doctor en Medicina. Especialista en Anestesiología y Reanimación, que ha ejercido en el hospital Virgen del Rocío desde enero de 1990. Ha sido vicepresidente del Comité de Ética...