Embarcadero en Costanera Sur. Archivo Sandra Dugan

El anillo no era de oro, parecía de plata y engarzada llevaba una pequeña gema circular con un diámetro inferior a la anchura del aro. Debió pertenecer a una mujer que adornaba con él uno de sus delgados dedos. La pequeña piedra no sobresalía de la sortija, estaba incrustada y quedaba al mismo nivel del metal, que era grueso, pues alojaba una parte de la piedrecita en su cimiento. Era del color del cristal transparente y era lisa y pulida, sin mancha ni arañón. Podría ser sintética, o natural. Tal vez esto último, precisamente por no estar rayada. El metal sí denotaba el trasiego de su uso. El anillo, tal vez hubiera pertenecido a una mujer vieja, o hubiera pasado por sucesivas manos. Nada se oponía a que la última persona que lo llevara, hubiera podido ser una persona joven aficionada a la joyería antigua. En fin, aquello era una buena joya, elegante, discreta, elegida a conciencia y con estilo.

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