El 16 de julio de 2016, el templo de San Agustín amanecía con un agujero en su cubierta, por el que no entraba la luz divina, sino una preocupante sombra de uralita. Parte del falso techo de escayola se había desplomado en la nave central, dejando al descubierto el cañizo y las picaduras de humedad propias de una construcción modesta, terminada a marchas forzadas en los años sesenta del siglo XX.

La obra de San Agustín, que promovió el párroco José Luis Portillo, imploraba una reforma. Pero no fue hasta pocos días después, al caer otro trozo de la techumbre, cuando el problema adquirió una dimensión alarmante.

La iglesia se cerró parcialmente, y, con ello, la Hermandad de la Borriquita, la del Rocío y la Virgen de Fátima marcharon a Santiago, San Sebastián y al Oratorio de la Divina Pastora, respectivamente. El «éxodo» se acompañó de reuniones que no terminaron de fructificar hasta que, a principios de 2017, el Arzobispado se comprometió a apoyar la financiación de unas obras que ahora están acabando.

Encapsulado
Con un presupuesto que superaba los 150 000 euros, la remodelación de San Agustín aspiraba a ser mucho más que un «lavado de cara». Para ello, el arquitecto Juan Bosco Ruiz Heras, responsable del proyecto, concentró las obras en tres fases: «La impermeabilización de la cubierta original, tanto en el cuerpo de la nave principal como en las laterales; el refuerzo de la estructura compuesta por cerchas atornilladas para suspender el nuevo falso techo; y la ejecución en sí de ese techo en la nave central y en el presbiterio».

A estos trabajos se añadieron las unidades de obra relacionadas con el mantenimiento y, como una de las actuaciones básicas, el encapsulado de la uralita –existente desde que se levantara la iglesia– mediante espuma de poliuretano, que, además de aportar rigidez, impide cualquier daño para la salud. Como señala Ruiz Heras, «quitar esa uralita habría triplicado los costes, al tener que reconstruir el techo completo. Con esta solución, sin embargo, se confina herméticamente el fibrocemento para siempre, sin que sea nocivo».

Lugar para la meditación
La cubierta suscitaba la principal inquietud del párroco de San Agustín, Antonio José Guerra. Sin embargo, la realización del proyecto se ha aprovechado también para modificar la fisonomía de una parroquia, que, como señala Ruiz Heras, siempre pareció «desangelada y fría por sus grandes dimensiones».

Ahora, en cambio, el aspecto es distinto gracias a las nuevas vidrieras o al altar rediseñado a partir de una base y unas pilastras de mármol que cubren el vacío anterior. «La sensación –según Ruiz Heras– es de mayor recogimiento, e invita a la intimidad», gracias también a un pequeño atrio que recupera la entrada principal por la calle Rodrigo Caro, y unifica el tránsito por la iglesia, a la que se accedía por tres puertas diferentes.

Las obras aún tienen que completarse con la capilla del Sagrario o la pintura exterior; pero, como apunta Fernando Casal, hermano mayor de La Borriquita, «los cultos han recuperado su normalidad, y el templo empieza a coger calidez como lugar de meditación y oración». Los dos años de reformas en San Agustín no han sido en balde. Tras el verano, se verá el resultado final.

 

Periodista y guionista. Doctor en Periodismo y Máster en Guión y Narrativa Audiovisual. Interesado en la cultura en (casi) todas sus manifestaciones: literatura, música, cine, artes plásticas...

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