Durante la llamada Transición los alcaldes sabían que su principal función era representar los intereses de sus vecinos. Era frecuente que alcaldes y concejales se pusieran al frente de marchas reivindicativas desde los pueblos hasta las capitales administrativas, en reclamo de infraestructuras, o planes de empleo, o fondos de emergencia. Algunos llegaron a liderar movilizaciones muy duras, incluyendo encierros y huelgas de hambre. En todas esas iniciativas la figura del alcalde era la de un primus inter pares: un igual que se posicionaba al lado de sus vecinos para pelear frente a quienes tenían el poder de legislar. Luego llegó la otra transición: la que nos condujo a este estado de tragicomedia perpetua donde hasta el último imbécil se cree un alto estadista por tener una concejalía de a cinco euros el kilo. Hoy las formas y los vicios de la «alta política» (con perdón) manchan con su estilo pseudo-distinguido la esfera municipal. Por eso nuestra alcaldesa estuvo el domingo adornando un espectáculo de carreras de perros en el parque pero no se le vio el sábado en la concentración de protesta contra la decisión del Tribunal Supremo de endilgar a las familias el impuesto a la hipoteca. No fue un desliz ni una casualidad: es que esta gente se ha creído en serio que son «mini-presidentes» y que, antes que luchar junto a sus vecinos, su función es la de saludar a las multitudes y echarse fotos en eventos «sociales». Por eso cada vez es más frecuente escuchar a nuestros concejales –del gobierno y de la oposición- usar el término «legislatura» para designar los cuatro años que se pasan cobrando. Porque no saben que se dice mandato y no legislatura. Porque no tienen muy clara la diferencia entre un órgano que legisla y otro que no. Y porque, al fin y al cabo, les basta y les sobra con sentirse mini-presidentes y mini-ministros por un rato. Lo de luchar por los vecinos, ya si eso.

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