El otro día, entre Riojas y Riberas del Duero, se planteó una duda en el bar de Mary: ¿El Caudillo murió en los años setenta o ha resucitado gracias a Zetaparo? Y la conclusión fue que lo de este pueblo de masa madre no tiene nombre. Es un esperpento, una burla continua a la inteligencia desde la política hasta la educación, esa quimera que cada ministro que aterriza en el escaño de turno se empeña en reventar para dejar su inmunda huella. Llevamos desde que el tío Paco estiró la pata cambiando la jodida ley cada dos por tres. Que si la LOGSE, que si la LOCE, que si la LOE, y ahora la tal LOMLOE. ¿Pero es que no se cansan de destrozar cerebros? De deformar a una juventud (siempre hay excepciones brillantes que confirman la regla) que no sabe ni dónde tiene la mano derecha, que sale de las aulas con un título de ESO bajo el brazo obtenido en las rebajas de un claustro de profesores temerosos a una reclamación de unos padres progres o a la inspección de turno. Y luego se extrañan de que la gente no les vote.
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