Portada del libro La isla del tesoro. Archivo Sandra Dugan

En mi segunda página de este diario de mi vida escribo sobre aquel verano inolvidable en el que con mi hermano Peter y mis padres fuimos a Mar del Plata para pasar unos días de vacaciones, que fueron los primeros en la playa. Nunca habíamos salido de Buenos Aires, a los más que habíamos viajado fue a la casa de mis tíos Ricardo y Sandra en la ciudad de Tigre donde desemboca el río del mismo nombre.

Aquel verano yo tenía catorce años y pensar que vería el mar me emocionaba tanto, tal vez, porque yo había nacido en Gibraltar, aunque allí fue por pura casualidad, pues mis padres viajaban camino de Buenos Aires cuando llegó mi nacimiento.

Hablé con Peter acostumbrado a ir a la casa de las hermanas Adela y Pamela. Una casa blanca, vieja, con un zaguán enorme, con grandes losas grises y desgastadas por el tiempo. El color que recuerdo era el marrón de las estanterías de una madera envejecida, perdido ya el barniz. Allí había cientos de historietas y novelas que se alquilaban por un peso o poco más. Mi hermano ya estaba acostumbrado a ir porque devoraba esos cómics y yo buscaba una novela que llevarme sobre el mar. Él me dijo que había leído cierta historieta sobre una isla del tesoro y me aconsejó buscar la novela.

Eran las diez de la mañana cuando nos fuimos para la casa. Encontré a las dos hermanas detrás de un mostrador muy largo donde había novelas colocadas pudiéndose ver los títulos. Llevaban un mismo delantal de color azul añil con un gran bolsillo a la altura de las caderas. Llamaba la atención aquella bolsa a la altura de sus barrigas que me recordaba a los canguros y ellas se les parecían también por sus cuellos largos y unas cabezas pequeñas con el pelo recogido en un moño alto.

Los dos nos dirigimos a las hermanas, pero fue Peter quien preguntó si había alguna novela sobre la historieta que él había leído de una isla del tesoro. Pamela fue hacia la parte trasera del zaguán y trajo un libro con cubierta cartón duro entelado de color verde claro, con el título y el nombre del autor grabados en oro viejo. Me pareció que hubieran puesto en mis manos una pequeña joya.

Al abrirlo, el texto estaba a dos columnas y una letra muy pequeña, lo que me disgustó un poco, pedí hojearlo y fui viendo que cada capítulo lo encabezaba un pequeño y bonito dibujo y un título: «La posada del Almirante Benbow»…, «La mancha negra»…,«El cofre marino»…, «Mi viaje a Bristol»…, «Los toneles oyen»…, así que me decidí a alquilar el libro, claro que me iba a ir con mis padres a Mar del Plata y no regresaría en una semana para renovar el alquiler. Pedí a las hermanas que me dejaran al menos dos semanas. Pamela me dijo que eso costaba tres pesos. Dinero que yo no llevaba para ese alquiler de La isla del tesoro pero como conocían bien a Peter me hicieron el favor de confiar en que yo les abonaría la diferencia a la vuelta de las vacaciones.

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