Confieso que cuando oigo hablar con tanta insistencia de libertad y patria me pongo a la defensiva. No me cuesta lo más mínimo entender esa reacción, a medio camino entre el hartazgo y la memoria, por lo que la sobrellevo con resignación. Pero es cierto, también me incomoda y, en ocasiones, hasta me asusta. Porque la primera batalla de una guerra es siempre la de las palabras y, por ende, debiéramos escandalizarnos ante la sacralización de la palabra patria del mismo modo que rebelarnos contra el uso vano y espurio del término libertad.

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