Nada más ver la cola, perdón, fila, se me cayó el alma a los pies. Así, a bote pronto, di la mañana por perdida. Al menos, una cincuentena de personas estaban por delante de mí para la vacuna del Covid.

Pero, ¡oh! sorpresa, todo estaba perfectamente organizado. Con una disciplina casi militar la gente se sentaba en unas sillas en el patio adyacente para luego ser invitada a pasar al interior del pabellón municipal Plácido Fernández Viagas, junto a la piscina cubierta. Los que ponían las inyecciones eran sólo tres, pero al menos una docena de sanitarios estaban detrás de ellos preparando minuciosamente los viales; ya saben, de cada frasco salen las dosis oficiales y los «culillos».

Previamente, seis enfermeros más del SAS metían los datos en el ordenador y no hacía falta ni mostrar el DNI o la tarjeta sanitaria, bastaba dar tu nombre y apellido para que te localizaran. Ellos mismos te daban un papel con la fecha de la segunda vacuna y unas pequeñas instrucciones sobre lo que había que tomar en caso de mareos.

Vamos, que casi tardé lo mismo en ser inoculado contra el dichoso virus que el tiempo reglamentario que te hacen esperar para ver si tienes alguna reacción adversa. Nada de esto hubiera sido posible sin el buen hacer de la Sanidad pública y los voluntarios de Protección Civil volcados en salvar vidas. Desde aquí quiero dejar constancia de su gran labor, muchas veces altruista y desinteresada. Quiso la casualidad que ese mismo día que me vacunaba se celebraba el Día Internacional de la Enfermería.

Qué gran vocación y que lástima que muchas se tengan que ir fuera por lo mal pagadas que están aquí; hasta la mitad de lo que pueden ganar en Francia o Gran Bretaña, donde aprecian su excelente preparación. Va por ellas.

Periodista del diario ABC desde 1989. Alumno becado por el Foreign Office en Londres, fue profesor de Opinión Pública en el Instituto Europeo de Estudios Superiores de Madrid

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