La oferta gastronómica alcalareña ha ido cambiando (¡a mejor!) adaptándose a modas y, sobre todo, a la demanda. La oferta, desde la excelencia a la mediocridad, sigue al público que la exige y está dispuesto a pagarla.

Gozosamente, tanto los bares y restaurantes «de toda la vida» como los nuevos locales van incorporando mayor y mejor oferta de condumios, al grito de «camarón que se duerme…» y de las exigencias de una clientela más joven y viajada. Nos siguen faltando abrevaderos de excelencia como los que nos ofrecen Sevilla, Los Palacios, Arahal, Utrera. Junto con las tapas y raciones tradicionales van apareciendo nuevas elaboraciones, atrevimientos, apuestas valientes. Hay dos maneras de mejorar, ir detrás de la demanda o provocarla.

En cuanto al «bebercio», gana por goleada la adicción a la Cruzcampo helada en detrimento de una buena oferta de cervezas de calidad. Si hablamos del vino, salvo honrosas excepciones (Los Ponis, Entre Vinos y Tapas, El Carrito, Gastrogón, La Cuestecilla, Azusal, La Cochera…), los hosteleros consiguen la muy ardua hazaña de encontrar vino español mediocre (no, no es más barato que el bueno). Sigue apabullando la descorazonadora oferta de «¿un riojita o un riberita?» cuando preguntas, en el país con mejor relación calidad/precio de vino del mundo, por la carta de vinos. Como ir a una agencia de viajes y que solo te ofrezcan Rota o Chipiona (y en alojamientos mediocres).

Las decoraciones y el ruido son otro aspecto reseñable. Algunos de nuestros bares y restaurantes nos castigan la vista con decoraciones, fotografías y cuadros inverosímiles mientras comemos o esperamos. El horror vacui es otra tendencia, vaciando el trastero de la abuela para colmar paredes. Lo del ruido es causa perdida. Si ya los españoles no necesitamos ayuda ni estímulos para berrear decibelios en cualquier situación, la ayuda de una tele que nadie mira a todo volumen se me antoja fútil, innecesaria y bombardeable.

¡Buen provecho!

Licenciado en Filología Inglesa. Profesor en el I.E.S. Albero.

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