En nuestra tierra, en pleno verano, las sobremesas son horribles. Después de comer te entraba una morriña que no puedes hacer otra cosa más que echarte una buena siesta, y eso era lo que hacían todos los días mi abuela, mi tía y mi tata. Cómo íbamos a poder dormir mi hermana y yo, con el calor que hacía. Mi hermana tenía siete años,y yo tenía nueve. Recuerdo que ese desafortunado día hacía mucho calor. Mi abuela, mi tía y mi tata, una vez que terminaron de recoger la cocina, se dirigieron a sus cuartos y se acostaron en sus respectivas camas, con el abanico en la mano y el búcaro de agua a la cabecera. Mientras tanto nosotras entrábamos y nos asomábamos de puntillas a las habitaciones y contemplábamos con inmensa alegría que, efectivamente, se habían dormido, porque los sufridos y desvarillados abanicos se habían desprendido lánguidamente de las manos y habían aterrizado en el suelo. Mi abuela era por naturaleza la más peligrosa de las tres, y era por lo que no le quitábamos ojo. No obstante, al ver que cada vez que respiraba resoplaba que parecía un vapor, dijimos: «ya están por fin dormidas», y entonces decidimos distraernos un poco.

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