Con noventa y nueve años murió nuestra madre, Salud Rubio de la Rosa dejándonos a sus hijos, nietos y biznietos un vacío irreparable. Era la segunda de tres hermanos de una familia extremeña humilde y temerosa de Dios. Nació en La Puebla del Maestre donde vivían sus padres, Eduardo y Salud, pero en los años treinta del siglo pasado se vinieron de Badajoz a Alcalá, a la calle Sevilla en la collación de Santiago; allí inició nuestra madre su vida alcalareña, vida estrecha y difícil pues ni el sueldo de sochantre del abuelo ni el trabajo de la abuela en el aderezo de aceitunas daban para poco más que hambre. En la calle Sevilla vivió la guerra, la vio pasar por delante de su puerta y sufrió sus heridas, de alma y de sangre, como tantos alcalareños. Fue su bautismo de fuego anunciado el día que, en un incendio intencionado, perdieron el escaso ajuar que les quedaba y que guardaban en un cuarto de la torre de Santiago.

En los años cuarenta trabajó en la confitería de la calle La Mina, hoy la Centenaria y el día de San Miguel del año 1946 se casó con Fausto Rubio, el mancebo de la farmacia La Casa, instalándose el matrimonio en la calle Salvadores, donde él ya vivía con sus sobrinos Consuelo, Jose María, Rafael, Jesús y Juan La Casa, añadiendo a la familia que la acogió y a la que, en su orfandad, ella a su vez tomó como suya propia seis hijos más: José María, María Luisa, Saluqui, María Jesús, Fausto y Paco. Testigos son su ejemplo y las emocionadas palabras de Rafael La Casa Cáliz en el funeral transmitiendo los sentimientos de quienes la consideraron como a una madre hasta el final de su vida.

Salud Rubio disfrutó en vida del cariño y la amistad de cuantos la conocían que eran muchos pues con 80 años ayudaba a su hijo José María en su consulta de la calle Sor Petra; pero lo más decisivo fue sin duda la empatía que generó su vida, desde muy joven probada en el dolor y la dificultad. Sufrió la pérdida de su hija María Luisa al año de nacer y apenas cinco después la de su madre. Tras la muerte del abuelo, recién cumplidos los 60 años, murió nuestro padre tras una larga y dura enfermedad; en la cama largo tiempo, ciego, absolutamente dependiente y cuidado por ella. Unas semanas antes, había fallecido Rafael La Casa y en años sucesivos perdió a sus hermanos Hilario y Eduardo y a sus sobrinos Juan y José María La Casa. Todo lo vivió ella con dolor y entereza, especialmente la muerte de la madrina, Consuelo, un duelo que nunca llegó a superar.

La fe inspiró su vida y en la fe educó a sus hijos. Colaboradora y catequista en Santiago y San Sebastián la recuerdo madrugadas enteras detrás del paso de Jesús. La Virgen del Águila presidía la puerta de su dormitorio y, en Agosto, era común verla subir la cuesta con su amiga María Pepa las mañanas de la novena y el domingo en la Misa de campaña. Tuvo una especial devoción a María Auxiliadora; durante años ella repartía su capillita por las casas de sus vecinos y cuando murió llevaba puesta su medalla.

Son calidades que se reconocen de los justos una larga vida en el temor de Dios y la buena muerte y, gracias a Dios, de ambos gozó nuestra madre. Son dones que el Señor concede pero que también iluminan la virtud y el esfuerzo de quienes los alcanzan. A sus hijos solo nos cabe dar gracias a Dios por ella y transmitir su testimonio. Para este encargo ella que tanto nos insistía en que no quería dar que hacer, con su amor como hizo siempre en su vida y en su muerte, nos dejó el terreno trillado.

Sus hijos. 31 de diciembre de 2019

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