Leo con estupor en El País una retahíla de recomendaciones que debemos seguir si queremos que nuestro lenguaje sea políticamente irreprochable, bondadoso, inclusivo, ecológico y biodegradable. Y ahí me entero de que no debemos llamar gorilas a los guardaespaldas, pues «en ningún caso deben hacerse similitudes entre un ser humano y un animal que no razona». O sea, que se acabó decir que el niño come como un pajarito, Manolo es un lince con los negocios o la cuñada parecía una mosquita muerta. Pensemos. Cuando alguien ve el precio de las acedías frescas y exclama ¡Dios mío!, ¿debemos interpretar que está dirigiéndose a Dios y, por tanto, es creyente? ¿Hay que saber qué es un bledo para decir me importa un bledo? ¿Tiene que haber un derribo en la placita del Derribo, un barrero en el Barrero? Pues de la misma manera que quien dice ¡Dios mío! está diciendo simplemente ¡qué barbaridad!, quien llama gorila a un guardaespaldas no está hablando de gorilas ni piensa que el guardaespaldas es un ser irracional. Se limita a comparar exageradamente su fuerza y su corpulencia. Emplea lo que se llama una metáfora, uno de los recursos expresivos del lenguaje figurado. Estas cosas se saben de sobra si se ha hecho una buena ESO o un pasable bachillerato. Pero quien nos prohíbe decir gorila es, según afirma el periódico, una «doctora en lingüística aplicada en la Universidad Politécnica de Valencia», por lo que no saben cómo agradezco que aquí se me acabe este artículo.

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Soy filólogo y profesor jubilado de Secundaria. Ejercí muchos años en el «Cristóbal de Monroy». Participé en la reunión fundacional de La Voz de Alcalá y colaboro en este periódico desde 2006....