En su extensísima Historia Natural, Plinio el Viejo dedica su capítulo al más fiel amigo del hombre, el perro. Merecidamente.

No en vano cuentan que un célebre personaje de la Historia dijo en una ocasión: «Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro.» De este admirable animal dice así VIII, 144 y ss.):

«Entre nosotros, un perro defendió de un salteador al noble Vulcacio, que enseñó derecho civil a Cascelio, cuando volvía, al anochecer, a lomos de un caballo asturiano, de una propiedad suya suburbana. Y lo mismo el senador Celio, enfermo en Placencia, cuando fue atacado por gente armada, no fue herido hasta que su perro fue matado. Mas por encima de todo, en nuestro tiempo está atestiguado en las Actas del Pueblo Romano que, durante el consulado de Apio Junio y Publio Silio (28 d. C.), cuando se aplicaba castigo, en virtud de la causa de Nerón, hijo de Germánico, a Ticio Sabino y a sus servidores, un perro de uno de éstos no pudo ser separado de él en la cárcel ni se apartó del cuerpo de su amo cuando ya estaba expuesto en las gradas de las Lamentaciones, gimiendo con tristes alaridos en medio de un corro del Pueblo Romano, y cuando desde éste alguien le arrojó comida, la llevó a la boca del muerto. El mismo nadó intentando sostener el cadáver del difunto cuando ya había sido lanzado al Tíber, mientras una multitud se congregaba para ver la fidelidad del animal.»

»Sólo ellos conocen al dueño, y lo notan incluso si llega repentinamente e irreconocible. Ellos solos conocen sus nombres y reconocen la voz de la casa. Y recuerdan los itinerarios, por más que sean muy largos, y la memoria de ningún otro ser vivo, salvo el hombre, es mayor (que la suya).

Colaborar de La Voz de Alcalá desde los inicios del periódico. Catedrático de Instituto de Lengua Griega e Historiador de la Antigüedad.

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