La palabra dialecto no tiene buena prensa. Quien más quien menos, sobre todo si alberga en su corazón trasnochados sentimientos nacionalistas, pretende que habla una lengua, algo que le parece más serio y consistente. Suele ocurrir que estas personas prefieren algunas veces hablar para diferenciarse, no para comunicarse, y además piensan que los dialectos son modalidades lingüísticas de segunda para gente de segunda. E incluso la política y la prensa más encumbradas entran en discusiones palurdas sobre si tal o cual manera de hablar es una señora lengua o un vulgar dialecto. Pero lo cierto es que todas las personas que en el mundo son, se trate de un aborígen amazónico perdido en la selva, un gaditano de Algeciras o el mismísimo papa de Roma, todos sin excepción hablan una lengua, sean analfabetos o premios Nobel de Literatura. Porque un dialecto no es más que una variante geográfica de una lengua, así que todos hablamos dialectos de nuestras lenguas, incluida aquella antigua alumna mía valenciana que se dejaba matar antes de reconocer que hablaba catalán, aunque admitía que, como por milagro, entendía perfectamente las películas dobladas en catalán. Porque la verdad política es otra. Aquí hemos enviado a la UE, sin avergonzarnos, una Constitución en catalán y otra en valenciano. «Espanya es constitueix en un Estat social i democràtic de Dret», comienza diciendo la primera, y la segunda empieza así: «Espanya es constitueix en un Estat social i democràtic de Dret». ¿Que no notan las diferencias, eso que se llama «el hecho diferencial»? Pues entonces corren el riego de que se las manden copiar cien veces, aunque sí, ambas son idénticas de principio a fin.  

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Soy filólogo y profesor jubilado de Secundaria. Ejercí muchos años en el «Cristóbal de Monroy». Participé en la reunión fundacional de La Voz de Alcalá y colaboro en este periódico desde 2006....