Dependencias militares cercanas a Lomonósov. Archivo Sandra Dugan

No he sido nunca dada a entrometerme en conversaciones ajenas pero era mi primer día en un Moscú frío, sordo, y decidí interpelarlos rescatando mi portugués. Extrañados me miraron y más profunda e inquisitiva fue la mirada, tras los gruesos cristales, del joven que me llamó la atención al llegar el grupo. Menos él, que no habló hasta el final, los demás me contaron que eran estudiantes mozambiqueños becados por su gobierno para estudiar en Moscú. Justo en 1994 se habían celebrado en su país las primeras elecciones libres tras una guerra civil de quince años y ese era todo el debate que traían. El de las gafas era español y aunque no me dijo la edad supuse que mayor que el resto, tendría unos treinta y tantos años. Él ya sabía lo que había sido una guerra civil y unas primeras elecciones democráticas, por eso callaba e intervenía certeramente siempre.

Al final llegó la noche y el quiosco fue vaciándose de sus gentes y por la plaza empezaron a merodear vodkataris y gentes extrañas en una ciudad con nombre, pero sin futuro. Tuve miedo de volver sola, aunque sólo fuera cruzar de nuevo la plaza. Los estudiantes querían regresar también y este de las gafas, que percibió mi inquietud por la hora y la desolación de la plaza, me preguntó si estaba muy lejos el lugar al que tenía que regresar. «Tendría que cruzar la plaza», le dije. «¡Pues venga!, yo te acompaño que estos me esperan aquí». Pareció su tono tan obligado que no quise, pero él insistió. Secamente me dijo mientras me acompañaba: «Te has colado en nuestras conversaciones, pero yo no sé quién eres». «Yo tampoco sé quién eres tú», le contesté con cierta aspereza. Se rio burlonamente y esto me fastidió. Cuando llegué a la escalinata de la biblioteca por donde tenía que acceder para entrar hacia mi apartamento me dijo: «Soy Rafael Rodríguez, he venido desde Alcalá de Guadaíra y quizá esto no era lo que buscaba del comunismo. Me marcharé en unos días. Mañana si quieres nos vemos en el quiosco y seguimos hablando». Con voz entrecortada le dije: «Yo me llamo Sandra Dugan».

Al día siguiente, concluí mi trabajo a las cinco y casi anochecía. Dudé si acercarme al quiosco, que desde la ventana divisaba, pues no conseguía ver de entre las pocas personas que percibía si el tal Rafael se encontraba allí.

Salí de la biblioteca y avancé hacia la avenida. Al volver la vista atrás lo vi, en la escalinata donde nos despedimos la noche anterior, allí sentado. Me inquieté, pero inmediatamente se levantó y vino a mi encuentro con una sonrisa muy atractiva.

«Bueno, me dijo, es tarde, pero si quieres podemos ir a tomar algo a un bar». «¿A un bar?, le pregunté. Aquí no he visto un bar desde que llegué». «No te preocupes, acompáñame».
Bordeamos la universidad y avanzamos por una inacabable avenida. La atmósfera estaba formada por el silencio pesado de unos gigantescos edificios funcionales donde no se veía a nadie. Al observar algunos rótulos y placas, descubrí que eran ministerios y edificios del gobierno.

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